
SILLA Y SILENCIO
100 x 75 cm
Óleo y acrílico sobre lienzo en bastidor de madera
OBRA GANADORA DEL PREMIO AL SILENCIO DEL CLUB TAURINO DE SEVILLA
El 21 de abril del año 1912, en la cuarta corrida de la Feria de Abril de Sevilla, la genialidad de Rafael El Gallo se dibujó, una vez más, sobre la arena maestrante. Inesperadamente y a buen seguro ante el asombro de sus paisanos, comenzó el último tercio del quinto de la tarde sentado en una silla. Abrió de esa manera una nueva suerte que muy pocos (porque muy pocos pueden) han sabido encarnar. No dicen nada las crónicas sobre la reacción del público que llenaba los tendidos para ver aquella tarde al genial Rafael junto a Gaona y Minuto, al encontrarse con el divino calvo sentado y citando al toro con el hierro de Gregorio Campos, pero quiero imaginar que en ese momento el silencio de Sevilla, ese que tanto pesa y tanto truena, debió comenzar a romperse para ser comido por un murmullo de sorpresa.
Otro genio (por genial), el músico Andrés Calamaro, dijo en una entrevista que “el de la Maestranza es un silencio que se escucha y del que se aprende, es espeso y contrasta con la algarabía de Sevilla en primavera. El silencio de Sevilla bulliciosa es como el rugido de Anfield en Liverpool pero a la inversa”. Aquella silla probablemente provocó que la Maestranza fuera como Anfield en apenas dos segundos. No deja de ser un ejercicio de imaginación: del silencio al trueno por culpa de una silla. Una genialidad.
La obra, pensada para encarnar el valor del silencio, el valor de Sevilla, y el valor del silencio en Sevilla (que son tres cosas diferentes), está pintada en una paleta cálida, como el calor que es Sevilla. Tonos ocres y tierras, alberos, se cruzan con los morados nazareno que apoyan la teoría del color complementario para acomodar la pintura al ojo. El trazo es suelto e indefinido para buscar que la obra tenga vida, movimiento. Y el burladero de Sevilla, chivato del lugar, con las apenas insinuadas líneas en tono almagre (un falso histórico, pues entonces aún no se pintaban), como licencia del autor. Una pintura diferente, para un premio diferente.
Otro genio (por genial), el músico Andrés Calamaro, dijo en una entrevista que “el de la Maestranza es un silencio que se escucha y del que se aprende, es espeso y contrasta con la algarabía de Sevilla en primavera. El silencio de Sevilla bulliciosa es como el rugido de Anfield en Liverpool pero a la inversa”. Aquella silla probablemente provocó que la Maestranza fuera como Anfield en apenas dos segundos. No deja de ser un ejercicio de imaginación: del silencio al trueno por culpa de una silla. Una genialidad.
La obra, pensada para encarnar el valor del silencio, el valor de Sevilla, y el valor del silencio en Sevilla (que son tres cosas diferentes), está pintada en una paleta cálida, como el calor que es Sevilla. Tonos ocres y tierras, alberos, se cruzan con los morados nazareno que apoyan la teoría del color complementario para acomodar la pintura al ojo. El trazo es suelto e indefinido para buscar que la obra tenga vida, movimiento. Y el burladero de Sevilla, chivato del lugar, con las apenas insinuadas líneas en tono almagre (un falso histórico, pues entonces aún no se pintaban), como licencia del autor. Una pintura diferente, para un premio diferente.
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